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Manifiesto
Las deplorables, dolorosas y muy lamentables
circunstancias por que atraviesa nuestra querida Patria en estos días
de prueba suprema, hace que los ánimos se hallen cada vez más
desorientados, las almas abatidas y los corazones más atribulados. Los bienes supremos para el corazón de todo buen
mexicano: La Patria y la Religión, se hallan en peligro; la primera vez es
amenazada por el desequilibrio mental de unos cuantos que pretenden
sustituirla por una religión nacida al acaso e incubada en el pantano de las
pasiones más degradentes. Estos dos hechos de suma trascendencia me imponen el
deber ineludible, como católico hijo de Iguala, de hacer llegar mi voz de
cristiano y de patriota a los hijos de esa porción bendita de Guerrero, cuna
de ilustres patriotas y ejemplarísimos cristianos. La Religión Católica, Apostólica y Romana, es la
única verdadera: trae su origen de
Jesucristo Nuestro Señor, como puede facilmente demostrarse con documentos
históricos de autenticidad irrecusable. Las demás religiones llamadas Cristianas, son ramas
desgajadas del árbol dos veces milenario del verdadero cristianismo, y, como
ramas desprendidas, han carecido de la savia divina que nutre y fecunda la
verdadera Iglesia de Cristo; por eso no han tenido consistencia y han
desaparecido una en pos de otra en el curso de los siglos. Dos años hacen que unos engañados pensaron en la
insensatez de fundar una Iglesia llamada mexicana, que no es otra cosa que una
fese del protestantismo en México; el protestantismo, instrumento de
división en nuestro pueblo por las sectas protestantes de los Estados Unidos,
con el infame propósito de debilitarnos para mejor dominarnos, no ha
prosperado en el país a pesar de los esfuerzos que se han hecho para
propagarlo. En vista del fracaso de dicha propaganda, los
interesados en protestanizar a México, para convertirlo con más facilidad en
un protectorado norteamericano, resolvieron fundar una iglesia ortodoxa,
católica, apostólica, mexicana, a fin de intentar un nuevo modelo de
conquista de conciencias. Pero los buenos hijos de México, los herederos de la
tradición mexicana, no han caido en el nuevo lazo que se les ha tendido y se
han retirado con verdadero desprecio y horror de los que así traicionan a
Dios a y su Patria. No a muchos días, un grupo se apoderó del templo
parroquial de Tepecoacuilco, templo edificado por la Fe Católica de nuestros
padres, y consagrado por la piedad dulcísima de muchas almas, hermanas
nuestras en la Fe, el la Esperanza y en la Caridad. Los buenos hijos de Tepecoacuilco, fieles a las
sagaradas tradiciones de sus padres, contemplan angustiados la profanación de
su querido templo, de la casa solariega de sus plegarias y oraciones, de los
recuerdos más graves de su vida, y lanzan anatemas y maldiciones contra el
grupo de insensatos que facilitaron tamaño sacrilegio. El suceso es sobremanera lamentable, pero nadie ha de
desalentar. La fidelidad a la creencia de nuestros padres se acrisola y
acendra en la adversidad, como el oro se purifica y se prueba en el fuego. La
Fe cristiana es tanto más robusta y meritoria, cuando mayores son los
sacrificios que se han hecho por conservarla. Las tempestades purifican la
atmósfera, y las tribulaciones purifican y ennoblecen los corazones. No nos dejemos engañar; se no dirá con mucha
insistencia que la Iglesia Católlica, Apostólica, Romana es enemiga del
pobre, del obrero, del campesino. Mentira, calumnia vil. La historia de veinte
siglos demuestra, con luz meridiana todo lo contrario. La Iglesia Católica,
Apostólica y Romana única
depositaria fiel de las doctrinas de Cristo, es también la que, con verdadero
desinterés, se ha preocupado por mejorar la suerte y condiciones del pobre,
del obrero, del campesino. Ahí están las elocuentes e inmortales enseñanzas
del gran León XIII, el Pontífice, el Papa de los obreros. La Iglesia quiere
que ese mejoramiento no dañe los intereses de un tercero y se conforme con
los dictados de la recta justicia y bien entendida honradez. La Iglesia reconoce todos los derechos del obrero y
del campesino; pero siempre dentro de los prinicpios de la sana moral,
predicada por el Divino Nazareno, que pasó treinta años en humilde taller
ennobleciendo y dignificando así la condición del pobre. La Iglesia no reprueba el reparto de tierras, pero
exige que se haga a base de justa retribución e indemnización a sus
legítimos dueños. No, católicos, no nos dejemos engañar y huyamos de
esos falsos predicadores que no son más que traidores a su Dios y a su
Patria; sí, apartémonos de ellos, para que no tengamos que avergonzarnos
ante las veneradas cenizas de nuestros padres y ante el Tribunal del Supremo
Juez ante quien muy pronto tendremos que comparecer. Mis palabras son de aliento para nuestos hermanos en
la Fe y de generosidad y paz para los que no piensan como nosotros. Preciso es que los católicos, en las acutales
circunstancias, fundamos nuestros corazones en las llamas de una misma caridad
y mostremos nobleza e hidalguía en nuestra conducta a los que se han apartado de la Fe de nuestros padres y
nuestros héroes. Nuestros libertadores, reunidos en el Congreso de
Chilpancingo en el año de 1813, declararon que: La Iglesia, Católica,
Apostólica, Romana, era la única que profesaban. El dos de marzo de 1821,
reunidas en la Ciudad de Iguala las fuerzas veteranas de Guerrero el invicto,
y de Agustín de Iturbide, juraron con una mano puesta en el Libro Santo y con
la otra puesta en el puño de su espada, defender las tres bases sobre las
cuales se funda la nueva nacionalidad. Estas bases simbolizadas en los colores
de nuestra gloriosa bandera, son: Unión, Religión e Independencia. Deber nuestro es realizar las aspiraciones de
nuestros libertadores. Procuremos unirnos en un solo corazón, en una sola
alma. Nuestra unión será la fuerza que conserve la independencia de nuestra
Patria. La religiosidad pura y sincera, ha de replandecer en nuestros
corazones, porque el sentimiento religioso es una fuerza para mantener firmes
los derechos de nuestro pueblo, para gobernarse a sí mismo. Por nuestras plegarias fervorosas y sinceras, y
nuestro acendrado patriotismo, hemos de apresurar el advenimiento del día
dichoso de la paz y del a unión cordial de todos los hijos de México. Religión y Patria, son los dos grandes tesoros que
hemos de conservar incólumes en lo más sagrado y recóndito de nuestro
corazón. Después de la tempestad, vendrá la calma; y, terminada la noche de
nuestros sufrimientos, aparecerá radiante el día de la felicidad. Así Dios
lo haga¨. (Tomado del libro Beato P. David Uribe Velasco,
Vida y Martirio escrito
por el Padre José Uribe)
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